En un espacio privilegiado, cubierto por tapetes de colores en diferentes tonos de verdes y ocres, está la ciudad de Oaxaca, la antigua Antequera, con sus cúpulas y torres que se yerguen bajo un cielo transparente.

Los ancestros que se enseñorearon en estos lugares dejaron para la memoria las acrópolis de Monte Albán y Mitla. Todavía hoy está presente la fuerza de sus tradiciones. Desde tiempos inmemoriales, en el día Ocelotl, que corresponde al 16 de julio de nuestro calendario, tenía lugar una importante celebración, en la que se veneraba a la trinidad zapoteca: Coquixee, excelsa deidad que concentraba las virtudes; Pitao Cocijo, el dios de la lluvia, y la diosa de la fertilidad de la tierra y del maíz Xiloman o Centeotl.

Acudían a ella los diferentes grupos que formaban el reino. Por espacio de ocho días, en el escenario de la fiesta ofrecida por el rey y los señores, la música y la danza ocupaban el lugar principal. Una doncella era elegida para brindar las primeras ofrendas, seguida por otras que regalaban a los asistentes las primicias de las cosechas; frutos, flores, animales silvestres y aves. Al final del octavo día se efectuaba la danza de los guerreros de Zaachila. Desde entonces existe este milagro de convivencia humana, plena de amor: La Guelaguetza. Para aprovechar la tradición, los evangelizadores destinaron el lunes más cercano a la fiesta de la Virgen del Carmen y el siguiente lunes a Santiago Apóstol. Hoy La Guelaguetza tiene lugar en el cerro Tani-Iao-noyalaoní (Fortín de San Felipe del Agua), en el auditorio construido ex profeso para el festejo. Ahí se dan cita, desde los lugares más apartados, hombres y mujeres de las siete regiones. Por espacio de ocho días hacen gala de su indumentaria, expresión indiscutible de su historia y sus tradiciones.

A la antigua usanza, una joven indígena es elegida para iniciar el festejo. En su papel de princesa brinda la primera ofrenda a las autoridades. De Coyotepec entran en escena las mujeres con su enredo, blusa finamente bordada y rebozo de seda anudado en la cabeza, con paso lento se deslizan acompañadas por el son: “Barro de amor… vibrando de melancolía…que canta la raza mía…” Se escucha el jarabe y aparecen los yalaltecos y sus mujeres ataviadas con huipil blanco adornado con hilos de colores; el “tlacoyal”, bello tocado de lanas y collar de plata maciza del que pende una cruz con motivos prehispánicos. Con giros violentos, las mujeres de Betaza hacen revolotear su falda como alas de palomas atadas al ceñidor rojo de su cintura. De la Mixteca bailan el jarabe. Ellas, con una gran falda circular de florecitas, blusa y rebozo, listones y flores en sus trenzas; ellos, traje de manta y sarape terciado.

El vigoroso zapateado representa una danza romance, el coqueteo, la duda y, al. final, un beso atrás del sombrero. Las triques, con señorío y suavidad, ejecutan una danza ritual, sus espectaculares túnicas dejan ver enormes grecas rojas. Los misteriosos tascuates, de la sierra, se desplazan ataviados con camisola de largas telas y ceñidor a la cintura. De la cañada, las mazatecas, místicas doncellas que presumen huipil bordado y listones de colores azul turquesa y rosa; al final, después de bailar la Flor de Naranjo, esparcen por el aire su ofrenda de flores perfumadas. Alegres salen los costeños a bailar las “chilenas” con zapateados y giros. Ellas, con faldas de colores, blusas bordadas y un pañuelo que ondean al ritmo bullanguero de la música. Las orgullosas tehuanas bailan La Zandunga luciendo sus trajes de reina; con el huipil y la falda bordados de grandes flores, adornadas con vistosas joyas y collares de monedas.

Ataviadas con huipiles de vivos colores, con una piña al hombro, baila un grupo de bellas jóvenes, son las mujeres de Tuxtepec, quienes al final producen gran alboroto al lanzar los frutos a la concurrencia. De los valles bailan las chinas oaxaqueñas portando sobre la cabeza grandes canastas con flores secas… los de Etla, los de Tlacolula. ¡Ya llegaron los de Ejutla!, con sus farolas, las mujeres con sus faldas multicolores y los hombres con sombreros negros de panza de burro. Al final, la danza guerrera de La pluma. Todos han venido por orgullo de casta, por tradición para demostrar su amistad a sus paisanos y a los visitantes. Entregan con alegría sus ofrendas.. Reciben la satisfacción de estar ahí y de vivir. Así es el alma indígena. Fiesta de fiestas, insólita en el mundo: el maravilloso acto de dar, de amar, de compartir. Eso es La Guelaguetza.

Fuente: Tips de Aeroméxico No. 1 Oaxaca / otoño 1996

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